La semilla trasplantada
Autor Pedro Corporán
(Cuento Episódico Breve)
El primer lazo se enredó en el moño de tres pisos que servía de almohada a la lata de agua que llevaba en la cabeza, haciéndole desplegar una destreza circense que le devolvió el equilibrio y protegió la preciada carga.
Avistó aterrorizada y confundida al jinete extravagante que recogía impetuoso la cuerda, entre relinchos del caballo y la polvareda que levantaban las patas inquietas del brioso animal azabache.
Cuando reaccionó soltó el tesoro de vida que se derramó sobre la arena caliente que empezó a hervir tanto como su sangre, empuñó como invocando a los dioses el cuerno de rinoceronte de uno de los varios collares que colgaban de su cuello y salió despavorida a internarse en la espesa ensenada que como oasis ecológico, servía de hábitat a la madre tribu en el corazón de la caldera sahariana.
Ya casi tocando con su cabeza la primera rama de un árbol sediento de agua y roseado de polvo desértico, cayó el segundo lazo que desparramó el collar de amuletos de dioses africanos y que halado con bestialidad por el segundo jinete de impune religiosidad, la derribó al suelo sembrándola de cabeza en la arena rojiza del desierto.
Con la fuerza montaraz que heredó de la selva, se puso de pie, enhiesta y erguida de dignidad y allí empezó la feroz lucha de resistencia contra dos seres que parecían uno, jinete y caballo reculando con fiereza y engreimiento para arrastrar a la presa.
El sudor brotaba como lava de volcán en erupción, las espadas de luz ardiente del sol meridiano volvían más infernal ante sus ojos, la paradójica imagen lumínica y oscura, unificada y divergente del caballo y el jinete maléfico que la miraba con interés y desprecio, con ojos arropados por el acero español esculpido en su cabeza.
Cuando por fin logró estampar en las hojas caídas la planta desnuda del pie derecho y sintió el frescor del bosque, un hálito de alegría se posó en su corazón agitado, se apresuraba a dar el próximo paso cuando volvió volando como murciélago el primer fallido lazo, cayendo como collar impío en el cuello largo empapado de sudor aceitoso en la negra piel. El sacudón la desplomó de nuevo al suelo, inmovilizada por los dos anillos de soga española presionando su cintura y su cuello, diezmando sus fuerzas físicas y anestesiando sus sentidos por escasez de oxígeno.
En estado de sopor escuchó entre las tinieblas del subconsciente el ruido aleve de las espuelas de los jinetes y el resoplido de los caballos.
Miró con aprehensión la imagen borrosa de las botas negras que se detuvieron como barrotes frente a su semblante y su cintura. Hizo un arqueo visual hacia arriba y divisó a los dos caballeros infernales, acariciando sendas cuerdas, con la alegría dibujada en sus labios, con ojos de odio, agigantados por el contraste de la subyugación del caído y la esbeltez del victorioso.
Incendiarios segundos después, los jinetes se inclinaron levemente halando las cuerdas con brusquedad:
–¡Levántate, maldita negra. Arriba, arriba! –Dijo despóticamente el que sostenía el lazo que presionaba el cuello, derramando sobre el cuerpo de la presa su latoso sudor.
La mirada y el silencio de la humillada evocaban conciencia de la desgracia que estaba viviendo:
–Malditos. –Balbuceó en su lengua sin que los malditos la entendieran.
Sudor y lágrimas confluían en el mismo surco corporal de la espigada mujer que ataviada con vistosidad y recato, comenzaba el calvario de la bestialidad de los civilizados.
Amarrada con las manos unidas hacia el frente, comenzó a dejar las huellas de la esclavitud en la inhóspita arena de la libertad del desierto donde había nacido, halada por dos jinetes que montados a caballo, holgados en la silla de cuero negro, iban conversando entre bocanadas de humo de tabaco de las Américas.
La selva gemía como madre perdiendo a un hijo. Era la madrugada del siglo más connotado de las falsas profecías que descuartizaban la esencia primigenia del cristianismo, la libertad del hombre, el infame siglo del impostor, angelizado por la cruz y el libro antiguo, el siglo XVI, espada y arcabuz en ristre, exhibiendo su primer año, el opresor año 1,500.
Tres meses después, como sobreviviente de la travesía marítima negrera e infernal de los galeones españoles, indescriptible con los términos de cualquier idioma, y menos el arameo de Jesucristo, languidecía en las prodigiosas tierras de América, con olor a cadáveres indígenas, desenterrando frutos incorruptibles y brillosos que da sin siembra la naturaleza, para saciar la sobrevaluación ficticia del hombre.
Los que agredieron su esencia existencial, más ávidos de oro que de glorias, no les interesó saber su nombre que salida de su vientre social, era el de todas las negras de África, mucho menos pensaron que más que esclava, era una semilla de prolífica germinación que apropiada de la riqueza cultural del verdugo, se expandió sin fronteras cambiando para siempre los colores de América.