Por: Pedro Corporán

“!Rebelión! Contra la pobreza, humillación y miseria en que viven muchos”. Gritó enérgico el cardenal, monseñor Francisco Ozoria Acosta, en la catedral primada de América, el domingo de resurrección, al cierre de la Semana Santa.

El eco del clamor contra la injusticia social en voz del cardenal, anuncia que la iglesia dominicana de secularidad pro pasiva y resignada, aliada compasiva del inicuo establecimiento, preocupada por la pérdida de identidad, arraigo popular y credibilidad; pasará a ser pro activa, militante, protagónica y auto redentora, políticas eclesiásticas que constituyen verdaderas excepciones en el marco de la historia del Estado laico que decretó la separación de la iglesia a finales del siglo XIX.

Con fines ilustrativos, hay que decir que la iglesia cristiana primigenia nació “gritando” contra la injusticia. Jesucristo, como sembrador genético del cristianismo, luchó contra la injusticia con más vocación de predicar y hacer el bien que confrontar el mal. Era su sabia manera de intentar implosionar el status quo político, social y religioso imperial establecido.

Uno de los pocos capítulos de confrontación radical, del Rabit de Galilea, contra el ordenamiento, fue lo acaecido en el templo sagrado, pero siempre concedió preeminencia a la misión de sembrar la nueva semilla de valores en la conciencia de los seres humanos, consciente de que era la verdadera revolución en aquel lejanísimo marco historico de dominio imperial politeísta e inicio de su antitético ministerio.

Los sucesores de Jesucristo, los Doce Apóstoles, todos salieron a imitar al maestro de maestros, “gritando” la buena nueva entre los hombres, sin necesariamente declararle la guerra al poder instituido en cada región de su misión apostólica.

Sin embargo, cuando la semilla cristiana, empezó a expandirse por el mundo occidental, y se fue convirtiendo en amenaza para el poder, su mansedumbre no los salvó de morir brutalmente asesinados.

La iglesia cristiana fue perseguida y expoliada durante más de tres siglos, posterior a la desaparición de su fundador, hasta que el emperador romano Constantino I, detuvo su persecución y le otorgó libertad de culto al cristianismo, logrando unificar las raíces judeo-cristiana y la antigüedad romana en el Concilio de Nicea, realizado en el año 325, registro histórico precursor de la proclamación como religión oficial del imperio romano oriental en el año 380, por parte del emperador Dioclesiano.

La iglesia había pasado de perseguida a persecutora, inaugurando la milenaria era de la iglesia-estado y la denominación de iglesia católica, apostólica y romana, devenida en poder religioso-cristiano hegemónico del mundo occidental, hasta los “gritos” más desgarradores de su historia, los de Martín Lutero y Juan Calvino que provocaron con su movimiento la Reforma Protestante, el cisma irreductible de la iglesia a partir de 1517.

Un cuarto de siglo antes de la reforma protestante, la iglesia-estado cristiana había llegado al Nuevo Mundo (1492), con luces y sombras, legando la riquísima cultura, el idioma y la doctrina cristiana, bajo la égida de seres humanos de latrocinio y almas grandes como Fray Antonio de Montesinos y la orden de frailes dominicos que elaboró el Sermón de Adviento, pronunciado en esta isla el 21 de diciembre de 1511, como un “grito” contra la opresión y la injusticia, dirigido a la conciencia de los opresores, con el proemio de las frases de Juan el Bautista: “Yo soy la voz del que clama en el desierto”.

Hoy, 509 años después, en la impresionante Catedral Primada de América, inaugurada en 1546, el pasado domingo 4 de abril, 2021, el cardenal Ozoria lanzó su “grito” que arenga a la “!Rebeldía”! contra la injusticia social, y lo más importante, no va dirigido a la conciencia huérfana de justicia de la clase que concentra el poder y la riqueza y sus lacayos políticos en la República Dominicana, sino a la conciencia dormida de los pobres para que salgan a redimirse a sí mismos. ¡Aleluya!